Erase una vez una morbosa y sensual rubia que vivía en una casita cercana a un frondoso bosque. Los aldeanos la llamaban la Caperucita Libertina. Este apodo era debido a que siempre salía a pasear entre los arboles con una capa roja con capucha y se rumoreaba que era una mujer degenerada e indecente de moral exigua. Y era cierto. Caperucita Libertina era un espíritu libre, sin complejos ni prejuicios, que adoraba el sexo, los juegos morbosos, las situaciones excitantes y se atrevía a hacer realidad lo que otros sólo se atrevían a fantasear. Por eso la criticaban… y envidiaban.
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Como otras tantas veces, una noche salió a pasear por el bosque ataviada con un vestido muy sugerente, su famosa capa roja de rejilla, una cestita llena de condones de sabores y su querido consolador. Esperaba tropezarse con algún grupo de fornidos y salidos leñadores, cazadores o aldeanos que saciaran su sed de placer y la ardiente palpitación que le torturaba la entrepierna como una brasa incandescente. Si no encontraba ningún hombre de su interés, tendría que aliviarse con su juguete. Caminó y caminó sin encontrar a nadie. El bosque parecía completamente desolado y la Suerte no estar de su parte. Estaba ya cansada de andar y a punto de desistir en su empeño cuando llegó a un claro del bosque con mesas y bancos de madera que solían utilizar los aldeanos para descansar y comer sus viandas. En la penumbra, logró distinguir las figuras de dos hombres que charlaban sentados en una de las mesas, ajenos a su presencia. Era un número escaso para poder colmar sus insaciables apetitos sexuales, pero visto lo visto, más valía eso que nada.
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Se acercó a los dos desconocidos con movimientos intencionadamente insinuantes jugueteando con su impúdica cestita repleta de condones de colores y su consolador. Ellos se quedaron completamente mudos al verla aparecer entre las sombras, sin embargo, no parecían sorprendidos. Divertida por su cara de pasmo y su evidente nerviosismo, Caperucita Libertina les preguntó que hacían dos mozos tan monos perdidos por el bosque a esas horas de la noche. Para su sorpresa, la respuesta fue que la esperaban a ella. Confesaron, con voces entrecortadas, que habían oído los cuchicheos de los aldeanos sobre sus depravadas aficiones sexuales y cada noche deambulaban por allí con la esperanza de poder disfrutarlas en persona. Al oír aquel sincero elogio, Caperucita Libertina no pudo contener esbozar una perversa sonrisa de satisfacción. La misma que podría poner una gata hambrienta antes de empezar a juguetear con su próxima presa. Acto seguido, preguntó a ambos mozos si creían que se habían quedado dormidos presas del cansancio de la larga espera y ahora estaban soñando con aquel ansiado y mítico encuentro nocturno. Ellos, extrañados por aquella desconcertante pregunta, le respondieron que ellos creían estar despiertos. Caperucita Libertina les espetó que lo mejor que podían hacer para asegurarse de que eso era cierto, era tocarla para comprobar si ella era real o una fantasía de sus calenturientos cerebros.
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Los indecisos mozalbetes tardaron unos minutos en asimilar la sugerente invitación, pero finalmente sus indecisas manos se lanzaron sobre los prominentes pechos de Caperucita Libertina, uno de los encantos más destacables y deseados de su hermosa anatomía femenina. Las manos de ella, en contrapartida, bajaron a investigar el contenido que se agazapaba tras la entrepierna de los pantalones de ambos. Allí dentro encontró dos apetecibles pollas que rápidamente irguieron sus cabecitas cargadas de deseo en respuesta a sus insistentes caricias. Para demostrarles por completo la obvia realidad de su ardiente cuerpo, Caperucita Libertina liberó sus pechos bajando el vestido hasta la cintura mientras las anhelantes manos de los dos sementales no cesaban de comprobar su rotunda abundancia y la sensual suavidad de su piel. La descarada mano de uno de ellos se deslizó por debajo de la falda del vestido, en busca de nuevos rincones secretos inexplorados, descubriendo que la lujuriosa paseante nocturna no llevaba ropa interior y su húmedo sexo palpitaba y ardía deseoso de ser saciado con prontitud.
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Viendo que los juegos de manos se eternizaban, Caperucita Libertina solicitó a los desconocidos que le mostraran sus cuerpos desnudos también. Ellos complacieron su demanda completamente entregados a sus deseos. La visión de aquellos dos cuerpos jóvenes, tersos y deseables desató su imperiosa necesidad de placer de Caperucita. Sin mediar más palabras, se sentó en uno de los bancos de madera del claro, arrastrando consigo a un chico a cada lado, y se lanzó de cabeza a degustar aquellas dos pollas erguidas que la habían estado esperando pacientemente, noche tras noche, desde hacia tanto tiempo. Antes, las cubrió con los condones de sabores afrutados que llevaba en la cestita. Esa noche tenía el antojo de darse un dulce festín llenando su boca con los sabores de las frutas, mientras los dos sementales gemían de puro placer intentando resistir sus impetuosas e incesantes mamadas. Era casi imposible luchar contra la presión y el placer que ejercían aquellos carnosos labios, aquella inquieta lengua y a aquella garganta sin fin capaz de absorber por completo toda la longitud de sus sexos. Tuvieron que apartarse bruscamente de ella para no eyacular tan pronto.
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Sin poder contener por más tiempo el ansia de ser penetrada por ambas pollas de una maldita vez, Caperucita Libertina se puso a cuatro patas sobre el banco de madera, ofreciendo el espectáculo de su jugoso sexo al primer osado que quisiera disfrutar de los placeres que prometían sus húmedas y cálidas profundidades. Respondiendo a la irresistible invitación, uno de los sementales hundió su polla hasta el fondo y empezó a moverse rítmicamente agarrando sus caderas con fuerza, mientras el otro mozo, sin saber muy bien que hacer, siguió las indicaciones de ella y se sentó sobre la mesa, volviendo a disfrutar de nuevo de la gran virtuosidad oral de la rubia.
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La sesión de sexo en grupo duró mucho menos de lo que ha Caperucita Libertina le hubiese gustado. Los inexpertos y atemorizados mozalbetes fueron incapaces de estar a la altura de sus fantasías con ella. Sobrepasados por el placer de tener sexo con una mujer de tanta experiencia y por las circunstancias, no pudieron resistir mucho tiempo la necesidad de dejarse vencer por el orgasmo y marcharse apresuradamente. Al menos, antes de correrse, tuvieron la cortesía de complacer uno de los habituales deseos de Caperucita Libertina que era poder disfrutar del placer de sentir las eyaculaciones de sus folladores sobre sus soberbios pechos. Y colorín, colorado, este cuento se ha acabado….
La moraleja del cuento es que si no estás preparado para torear, no te metas a torero.